Educación, Formación y Rehabilitacion -> Atención temprana
RESUMEN:
Una madre que tiene un hijo con síndrome de Down cuenta su experiencia de como se enteró de la noticia y de como ha evolucionado el niño hasta cumplir el primer año de edad.
EN PRIMERA PERSONA - Mi flautista de Hamelin
Por Lourdes Alcañiz*
DESDE MI CAMA EN
Pude controlar mi instinto y aguardé con impaciencia hasta que me devolvieron a mi bebé. Nos iban a llevar enseguida a la habitación, había dicho una enfermera. Pero cuando por fin nos sacaron de la sala, la cama tomó un rumbo distinto.
Volvíamos al paritorio. Mi marido aguardaba en la puerta junto con dos pediatras. Sentí un frío helado en el estómago y acerqué a mi hijo más hacía mi. Pensé en algún problema intestinal, quizás un soplo en el corazón o algo en los oídos.
Un pediatra empezó a hablar de rasgos, de análisis genéticos para confirmar. ¿Para confirmar qué? Y entonces dijo las tres palabras que cambiaron para siempre mi mundo, mi realidad, mi familia: síndrome de Down. Hubo un silencio largo.
A lo lejos se oía el llanto de un niño que seguramente acababa de nacer. Me separé un poco del bebé. Mi marido preguntaba algo y los médicos seguían hablando de pruebas y rasgos, pero en el aire flotaba algo definitivo.
Aunque estábamos solos en la habitación del hospital, a través de las cristaleras veía a otras madres con sus recién nacidos de cabezas ovaladas y ojos grandes y redondos.
Mi síndrome de Down dormía en su cuna. Pasé la noche en una esquina de la habitación, preguntándome una y otra vez por qué había rechazado al principio de mi embarazo hacerme la famosa prueba genética de la amniocentesis.
Tenía 42 años, y como muchas otras madres de mi edad, no quería arriesgar mi último embarazo, pero sobre todo, si hubiera sido positiva, no habría sabido qué hacer. Ahora ya no había elección posible. Un doctor de barba blanca apareció a la mañana siguiente y cogió al niño en brazos.
"¿Conoce usted a algún síndrome de Down?". Sí, María, aquella vecina de veraneo de hacía 30 años con los ojos achinados y la lengua siempre fuera, que me inspiraba una mezcla de compasión y repugnancia.
"Las cosas han cambiado mucho desde entonces", oí que decía. Sí doctor, han cambiado mucho. ¿Dónde está el hijo que he estado soñando, imaginando, sintiendo dentro de mí un mes tras otro? ¿Quién es ese que está en la cuna? .
Luego vino la visita a la Asociación de Síndrome de Down como miembro de pleno derecho del último lugar al que me hubiera gustado pertenecer, ver por todos lados a esos adolescentes con sus rasgos inconfundibles y su extraña alegría. Mi futuro imperfecto delante de mí.
La tenaza de la depresión apretaba cada día más. Llevaba al niño a sus sesiones de estimulación, lo cambiaba, le daba el biberón, nos mirábamos, lloraba él y me estremecía yo.
¿A que institución te llevarán cuando ni tu padre ni yo estemos ya aquí? Las visitas, los amigos me daban ánimos: "Son muy cariñosos, hacen mucha compañía", muy buenas mascotas, les faltaba añadir.
Fueron sus primeras sonrisas, a los tres meses de nacer, las que me mostraron unos hilos de luz en la oscuridad. Mi hijo era capaz de sonreír, de reaccionar a mis cuidados.
Después fueron sus manitas: podía coger cosas, se sentaba solo; aprendió a hacer sonar una flauta en sus sesiones de estimulación. Los oídos se me empezaron a destapar.
Un día por la calle me atreví a parar a un joven de ojos rasgados que había visto varias veces por el barrio, siempre bien vestido, con una cartera negra bajo el brazo. Se llamaba Antonio, trabajaba en una oficina repartiendo el correo y vivía en un piso compartido.
Se mostró divertido de que una extraña lo parara en la calle a hacerle todas esas preguntas. No le dije nada de mi hijo.
Me sentía un poco ridícula; parecía que era yo la persona que no era normal.
Hoy, desde su año y dos meses es Alex quien me está mostrando
*Lourdes Alcañiz es periodista.