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RESUMEN:
Este documento expone el problema de los medios disponibles para abordar las medidas que, en cumplimiento de la Convención, deban adoptarse en esa tarea de proporcionar apoyos a las personas con discapacidad, en el ejercicio de su capacidad jurídica de obrar
Medios para proporcionar apoyos a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica de obrar
Planteaba Juan el otro día el problema de los medios disponibles para abordar las medidas que, en cumplimiento de la Convención, deban adoptarse en esa tarea de proporcionar apoyos a las personas con discapacidad, en el ejercicio de su capacidad jurídica de obrar.
Hice un comentario desde el punto de vista del coste que puede suponerle a las familias y a las asociaciones en que se integran las personas con discapacidad.
Pero habría que tener en cuenta algunos más.
Por un lado y aunque yo tiendo a pensar siempre en personas con discapacidad jóvenes (con discapacidades de tipo genético o con enfermedad mental), agrupadas, ellas y sus familiares, en asociaciones o fundaciones, personas que intentan integrarse en la vida social ordinaria y para las que la incapacitación no supone más que un freno, sin utilidad concreta, y una discriminación, que les aparta del control de sus intereses, lo cierto es que también es importante tener en cuenta el caso de personas mayores, con Alzheimer o con otras enfermedades degenerativas, y cuya vida social no va generalmente a más sino a menos, en una situación que no puede calificarse propiamente de discapacidad y que al menos la ley española la califica de dependencia, pero de discapacidad.
Las asociaciones dedicadas a personas con discapacidad tienen la costumbre y los medios para prestar apoyos, incluso apoyos en aspectos jurídicos. Pero esas otras personas dependientes no discapacitadas generalmente no están integradas en asociaciones y pueden estar más necesitadas de una cobertura en la que convendría pensar (en mi propuesta, habréis podido ver que, en todo caso, deberían contar con la ayuda de la administración pública y del Ministerio Fiscal).
Pero el asunto que más me preocupa ahora es otro.
La respuesta que casi siempre he oído a los representantes de la judicatura o de la fiscalía, siempre que se habla de modificar el régimen de incapacitaciones, es la de que necesitan más medios y de que, en particular, necesitan de la existencia de juzgados especializados.
En la medida en que, en mi propuesta, el sistema no descansa demasiado en la intervención judicial, el problema no me preocupa en exceso, pero, si realmente ha de prosperar una remodelación, más o menos intensa, del sistema actual, y no una revolución completa en el esquema de protección y apoyo, que es lo que yo creo que procede, es decir, en la medida en que hayan de ser los jueces los que establezcan el nivel de “incapacidad” (con unas u otras palabras) y la forma de realizar cada acto jurídico relevante, ese problema pasa a primer plano.
Porque lo cierto es que esa es la explicación que todos dan de por qué, en casi treinta años (desde 1948, según la sentencia del Supremo), no se ha cumplido con la prometida graduación de la discapacidad: porque no había medios en los juzgados para ello.
A mí, no me parece ni bien ni mal que a los juzgados les den unos medios u otros, lo que digo es que las personas con discapacidad no pueden dejar sus vidas a expensas de ello. La tesis (que he vivido en carne propia) de que “declaro a tu hijo completamente incapaz para realizar todo tipo de actos, porque no tengo medios ni conocimientos especializados para averiguar lo que sí puede hacer y en la duda se lo restrinjo todo” es la norma en todos los juicios de incapacitación y la seguirá siendo en el nuevo sistema si se le permite a los jueces adoptar ese tipo de decisiones.
Lo importante es que quede claro que ninguna autoridad puede eliminar la capacidad de obrar de la persona con discapacidad, en circunstancias en que la tendría cualquier otra persona (la mayoría de edad, por regla general); sepa la persona con discapacidad gobernar su vida mejor o peor.
No se trata de que haya un límite a partir del cual no hay más remedio que incapacitar. Si se actúa así, podemos dar por sentado que la inmensa mayoría de los jueces considerará rebasado ese límite, prácticamente en todos los casos.
Un juez puede ordenar que la persona con discapacidad reciba el apoyo de otra, y podrá pedir a esa otra que rinda cuenta de sus actos. Pero no puede anular la capacidad de obrar de una persona, de ninguna; ni puede habilitar a otra persona para que sea su representante legal, que pueda realizar actos sin su conocimiento y en su sustitución. Si la persona con discapacidad no tiene o no puede expresar una voluntad propia, podrá realizarse actos en su beneficio, del mismo modo que se le puede proporcionar un tratamiento médico a un niño o a una persona mayor de edad que esté inconsciente, respetando determinadas cautelas.
En mi opinión, tampoco puede el juez, con carácter general, negar validez jurídica al acto celebrado conjuntamente por la persona con discapacidad y la que le presta el apoyo ordenado por un juez, porque una medida así sería discriminatoria, al entorpecer gravemente la vida normalizada de la persona con discapacidad. Si la preocupación del Estado debe ser la de velar porque no haya una apropiación indebida de los bienes de la persona con discapacidad, podrá adoptar medidas para evitar o para reparar ese efecto, pero no para negar validez por sí a los actos. (En este aspecto, sí que me parece aceptable el mecanismo de la curatela, aunque no la institución en sí).
Y, para hacer efectivos todos estos planteamientos es para lo que digo que no hace falta dinero. Porque es una cuestión de ideas, no de medios; es cuestión de reconocer derechos.
Saludos
Carlos Marín
Asesor jurídico de
Gandía, 4 junio de 2009