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RESUMEN:
La situación económica de las distintas personas con algún tipo de discapacidad es muy diferente entre sí, como corresponde a su diversidad y a la diversidad de todo el mundo
Peligros económicos para las personas con discapacidad e indicadores de abuso
La situación económica de las distintas personas con algún tipo de discapacidad es muy diferente entre sí, como corresponde a su diversidad y a la diversidad de todo
1. Personas con una discapacidad intelectual congénita, que provoca retraso mental (las más representativas y las que tienen una discapacidad más intensa son la que tienen síndrome de Down), y que no tienen realmente casi ningún patrimonio que defender, pues su problema es precisamente el de conseguir integrarse en la sociedad y llevar una vida normalizada, en todos los sentidos. Si trabajan y desde luego no todas lo hacen, tienen sueldos escasos y no siempre terminan en sus bolsillos, con lo que su capacidad de ahorro o inversión es muy pequeña. A veces, reciben bienes a título gratuito, normalmente por herencia, y entonces es cuando sí se puede dar un problema de abuso y de apropiación indebida por parte de sus familiares, sobre todo a la muerte de los padres; pero, en todo caso, su principal problema es el de lograr la integración en la sociedad y específicamente en los asuntos económicos, pues son generalmente rechazados, incluso en actos que son perfectamente capaces de entender y controlar por sí solos.
2. Personas jóvenes y adultas con enfermedad mental sobrevenida, que acostumbra a presentarse en la adolescencia, pero que puede producirse más tarde, cuando el sujeto tenga ya un patrimonio propio de importancia, generado por él, aunque con frecuencia, después de estar en situación de discapacidad, ya no tienen sueldos altos.
Desde un punto de vista jurídico, su principal problema es en un cierto carácter errático de su conducta (todo lo contrario que en el caso del síndrome de Down y en general en el de la discapacidad intelectual, en los que es bastante predecible) y en el hecho de que su enfermedad puede pasar desapercibida para la otra parte (y para el funcionario actuante) o al menos no es fácil demostrar si la contraparte pudo apreciar o no su discapacidad y si intentó abusar de ella.
Su mayor peligro lo tienen en la posibilidad de falta de control presupuestario, el despilfarro y la dádiva injustificada, cosas siempre difíciles de valorar y que pueden estar además relacionadas con actos que aisladamente al menos son perfectamente normales desde un punto de vista económico (compras compulsivas o en cantidades absurdas, en establecimientos públicos, por ejemplo).
A veces, se asimila a esta situación la de algunas personas que no tienen discapacidad intelectual pero sí una adición (a drogas o al juego) que les provoca una conducta desordenada subjetivamente invencible, con consecuencias muy perjudiciales para sus propias economías.
En todo caso lo normal es que estas personas, con discapacidad o sin ella, tengan amplios periodos (incluso la mayor parte de su vida) con plena lucidez mental y, en ocasiones, están interesados en establecerse a sí mismas cortapisas que les impidan dañarse en sus momentos malos. La actual respuesta, vinculada a una incapacitación judicial, no es solución, pues no quieren perder su capacidad de obrar de modo general, sin embargo, una solución como la ahora propuesta, a base de apoyos obligatorios solicitados por ellos mismos, puede adaptarse mucho mejor a sus necesidades.
3. Por otro lado, están las personas mayores con enfermedad mental, cuya situación depende del estado más o menos avanzado de su enfermedad, pero que pueden llegar a estar totalmente desconectadas de sus asuntos económicos (y vitales, en general). Su patrimonio puede ser uno u otro, pero desde luego puede ser importante, con viviendas y otros bienes inmuebles a su nombre, y con ahorros monetarios acumulados de toda una vida.
Suelen pasar por muchas fases, incluso de modo alternativo, siendo los más complicados de prevenir los riesgos que se producen durante aquellas en que, como en el caso de la enfermedad mental, alternan periodos de lucidez con los de enajenación, y por lo tanto plantean los problemas dichos respecto de la falta de signos claros a la hora de apreciar o valorar desde fuera las verdaderas dificultades que su discapacidad les genera, en relación con cada asunto concreto.
4. Personas que no tienen una discapacidad intelectual relevante pero que, generalmente por su edad muy avanzada o por una gran invalidez física siempre unida a una precaria o inadecuada organización de vida, son tan dependientes de terceros y a veces de extraños, que es una realidad demostrada que sufren abusos de todo tipo, incluidos los que conducen al expolio económico (que no tiene por qué ser lo más grave o lo que más les preocupe a ellos); personas que se prestan con una aparente o decidida voluntariedad a realizar actos que les perjudican. No es infrecuente que comprometan gravemente su patrimonio y sus medios necesarios de vida y que pierdan sus ahorros, en el inútil intento de asegurarse atenciones personales que también terminan por perder.
Respecto de este último caso, el problema no está en el simple hecho de que la persona tenga una edad avanzada, si no va unida a otras circunstancias que delaten dependencia y riesgo de abuso. En este punto es necesario atender a la existencia de una calificación administrativa de dependencia y a las medidas de apoyo que se le haya prescrito en su Programa Individual de Atención.
(Cuando, en adelante, me refiera a estas personas como personas “muy mayores”, es necesario tener en cuenta que me refiero sólo a las que tengan acreditadas además esas circunstancias especiales y no a las que solamente tengan una u otra edad.)
A la vista de ese panorama, es evidente que los problemas planteados y sus posibles soluciones serán no sólo diferentes sino incluso contrapuestos, desde el momento en que una persona joven con discapacidad intelectual puede necesitar del impulso de terceros para realizar actos jurídicos y gastar su dinero, pues es personalmente reacia o está acostumbrada a una vida demasiado pasiva, mientras que una persona con enfermedad mental puede necesitar de los controles que le impidan malgastar sus bienes. Habrá personas que quieren hacer cosas que son inoportunas o antieconómicas, pero ellos no son capaces de apreciarlo claramente y necesitan el consejo de terceros, mientras otras acuden a la Notaría para transmitir sus bienes o al banco a ceder sus ahorros, voluntariamente, a esos mismos terceros, pero bajo amenaza de, en caso contrario, ser abandonadas o ingresadas en una residencia.
En tanto en cuanto se ha intentado dar una única solución al problema, afrontarlo con una única estrategia, es lógico que no se haya encontrado otro denominador común que la prohibición generalizada de actuar; pero tal cosa es injusta e innecesaria, puesto que es posible encontrar soluciones adaptadas a cada problema y no medir a todos con el mismo rasero.
Además, el sistema no ha funcionado en la práctica, pues la mayoría de las personas afectadas han rechazado el proceso de incapacitación y las personas con discapacidad han permanecido en una indefensión mayor de la necesaria.
Por otro lado, resulta también bastante evidente que los problemas enunciados no se compaginan fácilmente con una simple clasificación de los negocios jurídicos por sus nombre dogmáticos (ventas, no, pero arrendamientos si; prestaciones de servicios, sí, pero contratos sobre bienes no; ejercer el comercio, no, pero ser miembro de una cooperativa si, etcétera). Desde esa perspectiva, no es extraño que la solución práctica dada por la judicatura haya sido la incapacitación total o no graduada, pues la eventualidad del perjuicio no radica tanto en el nombre del contrato como en su oportunidad.
Se trata de equilibrar los distintos intereses y necesidades en juego. El objetivo es o debe ser el de no prohibir a la persona, a ninguna persona, realizar actos jurídicos que verdaderamente quiera hacer, por insuficiente que sea su criterio, pero sí conseguir que no los otorgue contra su voluntad; enseñarla y apoyarla para que pueda realizar actos sensatos y oportunos, pero por sí misma, sin sustituciones que la discriminan y la apartan de su propia vida.
Se trata también de hacer prevalecer siempre el supremo interés de apoyar a la persona antes que a sus bienes; no es aceptable que no se permita a una persona mayor recibir los servicios que necesita o cree necesitar, aunque los tenga que pagar muy caros y a terceros, si su propia familia se los regatea o directamente se los niega; con demasiada frecuencia, ha habido incapacitaciones destinadas a preservar a toda costa “la herencia”, aunque sea a costa de perjudicar el modo de vida del titular de los bienes.
Y es necesario también atender a la seguridad jurídica del tráfico e incluso a la agilidad del tráfico económico, para evitar que nadie quiera contratar con ellos o que sus bienes pierdan valor y queden antieconómicamente amortizados, por cortapisas innecesarias. La necesidad de conseguir autorización del juzgado y de que la venta se tenga que hacer en pública subasta, han provocado una mayor despatrimonialización de las personas con discapacidad que cualquier abuso, pues las familias se las han ingeniado para conseguir que nunca lleguen a ser titulares de bienes inmuebles.
Y ese equilibrio de los intereses en juego necesita prescindir de la completa y plena seguridad de acertar siempre. Esa seguridad no la tiene nadie en este mundo e imponérsela por decreto a las personas con discapacidad no es sino abusar de que no se pueden defender adecuadamente. La decisión de reconocerles (que no de concederles) capacidad jurídica de obrar es una decisión política, de oportunidad, es una decisión pensada en términos de colectivos y no de todas y cada una de las personas; es una decisión que reconoce y acepta la existencia de riesgos individuales, pero los prefiere al modo de vida con que se ha castigado secularmente a las personas con discapacidad.
Las precauciones y medidas de salvaguarda adecuadas se pretende que sean las mejores posibles, poniendo en ello la Sociedad sus mayores esfuerzos y sus mejores recursos (ese es nuestro compromiso), pero nadie y desde luego ningún colectivo profesional, por muy distintos e importantes que los juristas queramos ser, está autorizado a hacer prevalecer su propia opinión y así negarles a las personas con discapacidad su capacidad de obrar, aunque su opinión sobre la oportunidad de la medida sea distinta a la que han tenido los Estados firmantes de la Convención.
Y, en esa tarea de prevenir abusos sin coartar capacidades, de estar atento a ciertos actos, para vigilarlos y, en su caso, reprimirlos, es donde creo que cabe una estrategia parecida a la que muchos Estados han adoptado para evitar los actos de “blanqueo” de capitales procedentes del delito: Observar, advertir y alertar a las autoridades, para que ellas tomen las medidas adecuadas, pero sin interrumpir preventivamente el tráfico jurídico. (Con la particularidad de que en este caso no me parece que sea necesario ni conveniente el sigilo; no creo que haya que ocultar a los sujetos la existencia del indicador de riesgo objetivo, puesto que no se trata de “pillarlos con las manos en la masa”, sino de alcanzar el mejor resultado para la persona con discapacidad.)
Así, se me ocurren las siguientes cosas, válidas no sólo para los funcionarios que puedan intervenir en el otorgamiento de los negocios sino también para las entidades financieras, en las actividades bancarias y transferencias de dinero, y que serían lógicamente inaplicables a los actos realizados con los apoyos obligatorios o las medidas especiales que haya prescrito un juez o con los apoyos y requisitos establecidos por la propia persona con discapacidad, en un régimen de autotutela, o con las normas establecidas por el donante o causante, en los bienes recibidos a título gratuito.
Como en el caso del control de operaciones de “blanqueo”, la propuesta contiene conceptos abiertos y ordena actuaciones basados en simples impresiones o indicios, que no podrían justificar la tajante negativa a permitir o autorizar el acto.
Los indicadores están pensados para personas respecto de las cuales consta la existencia de una situación de discapacidad o de gran dependencia física y por tanto presupone que está funcionando el régimen de publicidad del que estamos hablando estos días. Generalizarlo a toda la población y aplicarlo sin más a todas las personas mayores, por ejemplo, o sólo a las personas con síndrome de Down o con parálisis cerebral, porque muestran rasgos físicos que las “delatan”, me parece innecesario e injusto; es necesario exigir que haya un sistema de publicidad adecuado.
(Y os aseguro que me gustaría estar internamente tan convencido como pueda parecer de que lo que voy a decir son cosas sensatas):
INDICADORES DE RIESGO DE ABUSO E INFLUENCIA INDEBIDA
- La domiciliación bancaria del cobro de la nómina laboral de una persona con discapacidad intelectual directamente en una cuenta de sus padres u otros familiares.
- La ausencia de medios normalizados (cuenta corriente, con tarjetas de débito o crédito) para que una persona con discapacidad pueda disponer del dinero que gane con su trabajo o industria, o del dinero integrado en su propio patrimonio protegido, salvo que, en este último caso, así lo haya dispuesto expresamente el constituyente o el aportante.
- Las transferencias reiteradas de dinero que una persona con discapacidad o muy mayor realice a favor de una misma persona física, sin expresar que con ellas se realiza el pago de una obligación o la remuneración de un servicio prestado.
- Las extracciones sistemáticas de dinero metálico, en forma anónima (por medio de cajeros automáticos, generalmente), de la cuenta corriente de una persona con discapacidad o muy mayor, en cantidades muy superior a sus ingresos corrientes.
- La atribución de cotitularidad o la autorización para disponer en cuentas bancarias que realice una persona con discapacidad o muy mayor, a favor de personas que sean sus cuidadores ocasionales o habituales pero con los que no tenga relación de parentesco.
- El otorgamiento de contratos relativos a bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor que haga una persona con discapacidad o muy mayor sin apoyo o con el apoyo de terceras personas que no sean sus familiares cercanos, personas con las que habitualmente conviva o cuidadores que le presten regularmente apoyo profesionalizado, sea individualmente o a través de asociaciones y entidades especializadas.
- La concesión, por parte de una persona con discapacidad o muy mayor, de los conocidos como “poderes generales”, cuando salven la autocontratación y el conflicto de intereses y salvo que se den a favor de ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos.
- La dispensa de la autocontratación y el conflicto de intereses en los poderes preventivos, salvo que se haga a favor de ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos.
- La enajenación, por título oneroso o gratuito, de todo el patrimonio inmobiliario de una persona con discapacidad o muy mayor, a favor de cualquier persona.
- La enajenación o la renuncia, por título oneroso o gratuito, del pleno dominio o del usufructo vitalicio recayente sobre la vivienda habitual de una persona con discapacidad o muy mayor, a favor de cualquier persona.
- La constitución de hipoteca sobre el pleno dominio o sobre el usufructo vitalicio recayente sobre la vivienda habitual de una persona con discapacidad o muy mayor, en garantía del pago o cumplimiento de cualquier obligación, excepto préstamos destinados a financiar la adquisición, construcción, reforma o rehabilitación de esa misma vivienda y las operaciones llamadas de hipoteca inversa.
- La enajenación de bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor que haga una persona con discapacidad o muy mayor, sin respetar el valor de tasación dado por entidad de tasación reconocida. En caso de permuta, la incongruencia con el valor de tasación del bien adquirido a cambio.
- La enajenación de bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor que haga una persona con discapacidad o muy mayor a favor de personas que no sean sus ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos y en la que el pago del precio quede aplazado en más de un veinticinco por ciento, sin establecer garantías adecuadas.
- La enajenación de bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor que haga una persona con discapacidad o muy mayor a favor de personas que no sean sus ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos y en la que el medio de pago no acredite una transferencia real y actual de al menos el ochenta por ciento del precio, por ingreso en cuentas bancarias de que sea titular la persona enajenante.
- La dación de bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor a cambio de alimentos o de una renta vitalicia, que una persona con discapacidad o muy mayor realice a favor de personas que no sean sus ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos.
- La contratación de préstamos o créditos y la asunción de obligaciones a largo plazo (más de un año) que realice una persona muy mayor, ya sea como titular único o como cotitular, excepto los destinados a financiar la adquisición, construcción, reforma o rehabilitación de su vivienda propia y las operaciones llamadas de hipoteca inversa.
- La realización de actos gratuitos (donaciones, afianzamiento, personal o real, por deudas ajenas, etcétera) sobre bienes inmuebles o bienes muebles de gran valor, que una persona con discapacidad o muy mayor realice a favor de personas que no sean sus ascendientes, descendientes, cónyuge u otros herederos forzosos.
Carlos Marín
Asesor jurídico de DOWN ESPAÑA
GANDÍA, 22 de junio de 2009