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Capacidad social y capacidad jurídica

  • PALABRAS CLAVE: Capacidad, Social, Jurídica
  • Autor: Carlos Marín Calero
  • Fecha de publicación: 20/07/2009
  • Clase de documento: Artículos
  • Formato: Texto

Referencia bibliográfica

  • > Editor: Down España
  • > Nº de páginas: 3
  • > Colección de datos: Documentos Down España

RESUMEN:

Los juicios jurídicos sobre capacidad tratan de decidir si la persona comprende plenamente las consecuencias sociales de sus actos, dando por supuesto que los negocios jurídicos (compras, ventas, alquileres, préstamos, donaciones, etc.) son actos sociales ordinarios, suficientemente conocidos por la gente corriente, al menos en sus características y consecuencias básicas, y que las personas son capaces de defender su patrimonio, en un régimen de competencia abierta

Capacidad social y capacidad jurídica

 

La calificación administrativa de discapacidad se hace en base a un baremo de dependencia, que valora la aptitud de la persona para realizar por sí mismas las actividades básicas de la vida diaria, teniendo además en cuenta si actúa o no con criterio propio.

 

No hace pues ninguna valoración especial de su capacidad para realizar actos jurídicos ni es un test de inteligencia. A lo que se añade que la mayoría de los actos jurídicos en los que piensan los juristas, cuando regulan la incapacitación de las personas (compraventa de inmuebles, préstamos hipotecarios, particiones de herencia, etc.), no pertenecen a la cotidianidad.

 

Los juicios jurídicos sobre capacidad tratan de decidir si la persona comprende plenamente las consecuencias sociales de sus actos, dando por supuesto que los negocios jurídicos (compras, ventas, alquileres, préstamos, donaciones, etc.) son actos sociales ordinarios, suficientemente conocidos por la gente corriente, al menos en sus características y consecuencias básicas, y que las personas son capaces de defender su patrimonio, en un régimen de competencia abierta. Nadie pretende que los contratantes conocen todo el contenido de las leyes (evicción, teoría de los riesgos, causas de rescisión, principio de legitimación, adquisiciones a non dómino, etc.), sino que se considera que es responsabilidad del legislador establecer un régimen que sea en general justo y equilibrado, y no es demasiado importante que se conozca o no, en el momento de contratar.

 

Por eso, lo único que se controla por el jurista profesional es que la persona tiene una habilidad social media, lo que se conoce como sano juicio, perfectamente compatible con un alto grado de ignorancia sobre cualquier aspecto concreto del contrato. Y también por eso, la discapacidad intelectual genera una presunción general de incapacidad jurídica, sin necesidad de hacer averiguaciones particulares sobre la destreza jurídica específica de la persona. Si lo exigido es una comprensión plena, aunque sea limitada a los aspectos básicos del negocio, la persona con discapacidad intelectual, por definición, no dispone de esa habilidad. La discapacidad supone alteración (con disminución) de la capacidad y no su ausencia total; pero sin duda excluye la comprensión plena.

 

El derecho contractual no ha admitido nunca pues la actividad jurídica de la persona con discapacidad; la discapacidad es en sí misma un fenómeno que le es extraño al derecho privado. La ecuación es sencilla: las llamadas personas normales pueden legalmente otorgar cualquier contrato, por complicada –y subjetivamente desconocida– que sea su regulación jurídica; por el contrario, las personas con discapacidad intelectual con pueden otorgar ninguno, por sencillo que sea. En realidad, en términos contractuales, el término ‘capacidad’ equivale a ‘capacidad plena’ o ‘pleno consentimiento’.

 

También se considera por los juristas profesionales que la exclusión de la contratación no supone ninguna discriminación o perjuicio para las personas con discapacidad, porque consideran que el beneficio de los actos jurídicos no radica en otorgarlos sino en sus consecuencias económicas; de manera que es indiferente quién los realice y que es más importante asegurarse de que no resulten perjudiciales a su destinatario.

 

El problema es que todo ese planteamiento es erróneo y es injusto y hoy día atenta contra derechos fundamentales reconocidos a la persona con discapacidad. Los actos jurídicos patrimoniales sí son cotidianos y es imposible llevar una vida integrada en la comunidad sin realizarlos continuamente (adquirir comida, ropa y objetos personales, contratar transportes y servicios cotidianos, de alimentación u ocio, y suministros básicos, de energía o comunicaciones, hacer depósitos y consumo de dinero, etc.).

 

Además, todas las demás medidas sociales y concretamente legales, destinadas a conseguir la mayor integración social y protagonismo posibles de las personas con discapacidad (educación en la escuela ordinaria, formación laboral, trabajo ordinario, ocio normalizado, vivienda independiente, etc.) las impulsan a un tipo de vida en la que esos contratos son cada vez más necesarios y frecuentes, en la que se fomenta el aprendizaje en la toma de decisiones y en la que cada actuación propia es positiva y cada actuación sustitutiva un retroceso.

 

La protección contra los perjuicios económicos no necesita de la exclusión, sino sólo de la supervisión. La solución adecuada, en el ámbito jurídico como en todos los demás de su vida, está en que la persona con discapacidad actúe con el apoyo necesario; que generalmente le prestará su propia familia. La Convención internacional de derechos de la persona con discapacidad les reconoce ese derecho a las personas con discapacidad y a sus familias.

 

Se ha convertido en un lugar común decir que la Convención no añade derechos nuevos, que todos ellos estaban vigentes y que ahora sólo se recuerdan y se añaden mecanismos de control, para conseguir que se hagan efectivos. Eso no es del todo verdad y no deja de ser un arma en manos de quien se opone a la Convención (por considerarla imposible de aplicar, por irreal). La tentación de todos los Estados, sobre todo de los Estados de las sociedades que presumen de progresistas, es la de afirmar que sus ordenamientos ya incluyen y desde hace tiempo lo que ahora dice la Convención (Lo contrario sería aceptar que merecen algún que otro tirón de orejas); y no otra es la base de la doctrina del Tribunal Supremo, en su negativa sentencia del pasado mes de abril. Más verdad es que la Convención reconoce por primera vez a las personas con discapacidad su capacidad jurídica de obrar, que ese reconocimiento venía siendo negado por las distintas legislaciones, desde tiempo inmemorial y además con el convencimiento, bienintencionado y leal, de que se hacía en beneficio de la persona con discapacidad.

 

El ordenamiento jurídico español, que incluye esa Convención como plenamente obligatoria, debe pues adaptarse, y no debería estorbar ese derecho de las personas con discapacidad de controlar sus propios asuntos económicos, con el apoyo que necesiten.

 

 

Carlos Marín

Asesor jurídico de DOWN ESPAÑA

Gandía, 20 de julio de 2009

 

 

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