He acudido a la Convención siempre que me ha sido posible, intentando trasladar al texto de mi propuesta todas sus prescripciones que he considerado pertinentes al caso; (con la excepción que enseguida señalo); si alguna he omitido ha sido por inadvertencia, que me gustaría corregir. He intentado recoger todo aquello que he considerado que es un verdadero mandato de la Convención y no sólo una recomendación o guía de actuación a los Estados. En particular y sobre todo he tratado de recoger todo el preámbulo, los tres primeros artículos, el siete, el doce y el trece.
La excepción, probablemente injustificada y demasiado temerosa, es que no he dado acogida al mandato del punto 24 del Preámbulo, respecto de la protección a la familia y al reconocimiento de su función primordial. Consciente de que los jueces y fiscales están convencidos de que los familiares son el principal agente de peligro y de expoliación de las personas con discapacidad, no me he atrevido a darles un trato verdaderamente preferente, en el artículo 11 de mi propuesta, y he acudido a circunloquios como “personas con quien conviva habitualmente”, que diluyen el planteamiento y realmente no respetan la Convención.
He distinguido claramente entre la declaración de la situación de discapacidad, que habitualmente se realiza por trámites administrativos y no causa ningún recelo ni rechazo a las familias, y la imposición de apoyos obligatorios. La Convención no reserva lo primera a los jueces, sino sólo lo segundo.
En cuanto a esas medidas de salvaguarda de los intereses de la persona con discapacidad que hace el juez, desde luego no contemplo en absoluto la posibilidad de que el juez declare ningún tipo de incapacidad, con una denominación u otra. El punto 2 del artículo 12 de la Convención no contiene excepciones de ninguna clase. Las salvaguardas del punto 4 son las necesarias para el ejercicio de la capacidad de obrar, por la persona con discapacidad, nunca un modo de privarlas de ese ejercicio.
La doctrina del Tribunal Supremo, en este punto crucial, es sencillamente inaceptable. Concederle a una persona el derecho a ejercitar su capacidad de obrar (Artículo 12. punto 2), imponer al Estado la obligación de prestar apoyos a ese ejercicio (punto 3), exigir al Estado que adopte las medidas necesarias para que ese ejercicio no provoque abusos (punto 4) y concluir, como hace el Supremo, que la manera de impedir el abuso es eliminar el derecho a ejercicio de la capacidad de obrar, además de una lamentable técnica jurídica, es como si una ley dijera –que lo dice– que quienes van en silla de ruedas tienen derecho a usar el transporte público; impusiera, en consecuencia, a la compañía de autobuses la obligación de adoptar medidas que faciliten ese derecho y ésta, en lugar de montar plataformas para izar la silla de ruedas –que es lo que hace– solucionara el problema prohibiendo a la persona salir de su casa. Y, para completar la analogía, le dijera “pero no te preocupes porque ni lo vas a echar de menos, porque ya he puesto yo en tu lugar a otra persona, con un par de piernas bien fuertes, para que te traiga de la calle todo lo que necesites y que vaya por ti al cine, al trabajo o a pasear; de modo que ni te vas a enterar de que vas en silla de ruedas, y además te ahorras tener que hacer colas y, en un momento dado, sufrir un accidente.”
He prescindido de las figuras tradicionales de la tutela y la curatela. La primera porque, por su carácter sustitutivo de la voluntad de la persona con discapacidad, facultada para actuar en su representación y sin su intervención, la considero la antítesis del sistema de la Convención; la segunda, (aunque preferible con mucho a la tutela y susceptible de ser adaptada a la línea de la Convención), porque me parece innecesario hacer adaptaciones, que pueden prestarse a confusión con la curatela tradicional o no adaptada, cuando es posible acudir a las figuras directamente mencionadas por la Convención, es decir el apoyo, que es la palabra clave, hoy día, en todo el quehacer con personas con discapacidad (es el nombre dado en la nueva ley italiana, por ejemplo).
Siguiendo la línea de la Convención y de casi toda la legislación sobre discapacidad en nuestro país, no he distinguido casi nunca entre discapacidad física e intelectual. A pesar de que la discapacidad física no suele plantear problemas en Derecho Civil, se plantea con frecuencia el caso de personas que se considera excesivamente vulnerables e indebidamente influenciables por cuestiones de vejez, ludopatías, drogodependencias, etcétera, que creo que pueden tener mejor encaje en un planteamiento generalista.
No he intentado una graduación de la discapacidad, por razón de la complejidad o trascendencia económica de los distintos actos jurídicos, pues es un sistema en el que no creo y que, tradicionalmente, ha llevado a la respuesta actual de los jueces: no conceder nunca o casi nunca incapacitaciones parciales, por la dificultad de graduarlas (de hecho, si sale adelante la tesis digamos conservadora, no me cabe la menor duda de que los jueces conseguirán imponer la falta total de capacidad como regla general, diga lo que diga la ley).
En su lugar, he preferido imponer a la persona que debe ejercer el apoyo obligatorio el respeto a la voluntad de la persona con discapacidad y la obligación de fomentar su autonomía, es decir, graduar el apoyo en lugar de graduar la discapacidad. En la práctica, es perfectamente posible que esas personas abusen de su posición y dificulten la autonomía de la persona con discapacidad, pero de ese problema ya se ocupan las instituciones representativas de la discapacidad, a las que el artículo 4 de la Convención otorga protagonismo y en las que confía. En todo caso, creo que el sistema puede funcionar mucho mejor que la graduación judicial que, hasta ahora, ha fracasado por completo.
He acudido a la figura de la rescisión de los contratos. En las reuniones del Foro de Expertos se desechó esta figura porque se tenía miedo a las complicaciones que pudiera plantear en la práctica de los juzgados, dada la tradicional indefinición de todas estas figuras (se puso el ejemplo de Francia, donde se dijo que el régimen de rescisión había fracasado). Sin embargo, con las matizaciones hechas en mi propuesta, dejando fuera todos los actos de consumo ordinario, que serán casi todos los que celebre una persona con discapacidad intelectual en su vida –como nos pasa a todos– y permitiendo a la otra parte obtener la salvaguarda económica de una tercera persona con capacidad plena, creo que puede ser un sistema justo y con poca conflictividad judicial, y una protección adecuada a ambas partes en el contrato.
He conservado y potenciado la autorregulación, tanto en caso de previsión de una discapacidad futura (la autotutela) como respecto a los bienes adquiridos a título gratuito y en atención a la situación de discapacidad. En definitiva es una extensión del régimen del patrimonio protegido, pero excluyendo el que considero innecesario control judicial (recuerdo la confianza que la Convención pone en las familias).
Creo que tengo mal resuelta o al menos demasiado poco desarrollada la situación, inevitable y que es norma en algunos tipos de discapacidad intelectual o enfermedad mental (los ejemplos que pone el Supremo y algunos estudios de personas en coma o con demencia senil muy severa), en los que es necesario que otra persona realice casi todos los actos en beneficio de la persona con discapacidad y sin su intervención (artículo 11 de mi propuesta). Es la situación que conozco peor, pues es la que más se aleja de mis vivencias personales (mi hija tiene síndrome de Down), y en la que necesito más aportaciones.
Hablo de cuestiones tales como la mala costumbre de los padres de quedarse con todo el dinero, el sueldo, que ganan sus hijos, con su trabajo; lo mismo que hacen con cualquier ayuda pública. Cautelas contra la institucionalización innecesaria, de personas que podrían vivir perfectamente en entornos ordinarios. Protecciones contra los abusos de apropiación del dinero de personas mayores, que no dejan rastro, utilizando tarjetas de crédito y cajeros automáticos, etc.